Poema El alcázar de Sevilla. Romance cuarto de Duque de Rivas

El alcázar de Sevilla. Romance cuarto

de Duque de Rivas

EL ALCÁZAR DE SEVILLA
 ROMANCE CUARTO

Grande rumor se alza, y cunde
De armas, caballos y pueblo
De Sevilla por las calles,
Al Maestre recibiendo.

Suenan los vivas, unidos
Con los retumbantes ecos,
Que en la altísima Giralda
Esparce el bronce hasta el cielo,

Vase acercando la turba,
Pero se la escucha menos;
Ya a la plaza de palacio
Llega y párase en silencio;

Que la vista del Alcázar
Gozaba del privilegio
De apagar todo entusiasmo,
De convertir todo en miedo.

Quedó, pues, mudo el gentío,
Falto de acción y de aliento,
Para pisar la gran plaza
Con un mágico respeto;

Y el Maestre de Santiago,
Con algunos caballeros
De su Orden, entra, seguido
De corto acompañamiento.

Dirígese hacia la puerta,
Como aquel que va derecho
A encontrar de un buen hermano
El alma y brazos abiertos,

O como noble caudillo,
Que por sus gloriosos hechos
De un Rey a recibir llega
Los elogios y los premios.

Sobre un morcillo lozano,
Que espuma respira y fuego,
Y a quien contiene la brida
Si ensoberbece el arreo,

Muéstrase el noble Fadrique
Con el blanco manto suelto,
En que el collar y cruz roja
Van su dignidad diciendo;

Y una, toca de velludo
Carmesí lleva, do el viento
Agita un. blanco penacho
Con borlas de oro sujeto.
        * * *

Pálido como la muerte,
El iracundo Don Pedro,
En cuanto entrar en la plaza
Vió al hermano desde lejos,

Como si de mármol fuera
Quedó del salón en medio,
Y en sus furibundos ojos
Ardió un relámpago horrendo,

Pero pronto en sí tornando,
Salióse del aposento,
Cual si del huésped quisiera
Buscar afable el encuentro.

Así que volver la espalda
Le vió la Padilla, lleno
El corazón de amargura
Y de llanto el rostro bello,

Alzase y sale turbada
Del balcón al antepecho,
Al gallardo Maestre indica,
Con actitudes y gesto,

Que llega en mal hora, y mueve
Por el aire el pañizuelo,
Diciéndole en mudas señas
Que se ponga en salvo luego.

Nada comprende Fadrique,
Y por saludos teniendo
Los avisos, corresponde
Cual galán y cual discreto.

Y a la ancha portada llega,
Do guardias y ballesteros
le dejan el paso libre,
Mas no entrada a su cortejo.

Si no conoció las señas
De la Padilla, Don Pedro
Las conoció, pues paróse,
Aun indeciso y suspenso,

De la cámara en la puerta
Un breve instante, y volviendo
Los ojos, vió que la dama
Agitaba el blanco lienzo.

¡ Oh Dios! ¿Fué esta acción tan noble,
De tan puro y santo intento,
La que 1lamó a los verdugos,
Y la que firmó el decreto?
        * * *

Apenas puso el Maestre,
De dos solos escuderos
Seguido, el pie, confiado,
En el vestíbulo regio,

Donde varios hombres de armas,
Vestidos de doble hierro,
Paseándose guardaban
De la escalera el ingreso,

Cuando a uno de los balcones,
Como aparición de infierno,
El Rey se asoma, gritando:
Matad al maestre, maceros.

Siguió como en la tormenta
El súbito rayo al trueno,
Y seis refornidas mazas
Sobre Fadrique cayeron.

Llevó la mano al estoque,
Pero en el tabardo envuelto
Halló el puño, y fué imposible
Desenredarlo tan presto.

Cayó en tierra, un mar de sangre
Del roto cráneo vertiendo,
Y lanzando un alarido
Que llegó, sin duda, al cielo.

Voló al instante la nueva
De tan horrible suceso;
Apelaron a la fuga
Los frailes y caballeros;

Huyó a esconderse en sus casas,
Temblando de horror, el pueblo,
Y del Alcázar quedaron
Los alrededores desiertos.
        * * *

Diz que el ver sangre embravece
Al tigre con tanto extremo,
Que prosigue los destrozos,
Aunque ya esté satisfecho

Su vientre, porque se goza
En teñir de rojo el suelo.
Sin duda, al Rey de Castilla
Le sucedía lo mesmo.

En cuanto vió a Don Fadrique
Desplomarse en tierra yerto,
Corrió por palacio todo
Buscando a, sus escuderos,

Que, trémulos y amarillos,
De aposento en aposento,
Huyen, sin hallar amparo,
Corren, sin hallar un puerto.

Por dicha logró fugarse
O esconderse el uno de ellos;
Sancho Villegas, el otro,
No fué tan feliz o diestro.

Viendo que el Rey le persigue,
Entróse de espanto muerto,
Donde estaba la Padilla
Desmayada y en su lecho,

Asistida por sus damas
Que están temblando de miedo,
Y con sus niñas al lado,
Angeles en alma y cuerpo.

Mirando allí el infelice
Aun perseguirle el espectro,
Que en asilos no repara,
Coge en sus brazos de presto

A Doña Beatriz, que apenas
Cuenta seis años completos,
Hija por quien el Rey tiene
El más cariñoso extremo.

Pero ¡ay! de nada le sirve...
En vano allá en el desierto
Con la cruz santa se abraza
El peregrino, si recio

Brama el Sur, si arde el espacio,
Si olas de arena, creciendo
Mar espantoso, confunden
La baja tierra y el cielo.

Con la niña entre los brazos,
Y de rodillas, el pecho
Traspasóle furibunda
La daga del rey Don Pedro.

Cual si no hubiese en palacio
Nada ocurrido de nuevo,
Se asentó el Rey a la mesa,
Como acostumbra, comiendo.

Jugó en seguida a las tabias,
Salió después a paseo,
Fué a ver. armar las galeras
Que han de ir a Vizcaya luego;

Y en cuanto cubrió la noche
Con, su manto el hemisferio,
Entró en la Torre del Oro,
Donde tiene en un encierro

A la linda doña Aldonza,
A la cual del monasterio
De Santa Clara ha sacado,
Y a la que idolatra ciego.

Fué un rato a hablar en seguida
Con Leví, su tesorero,
En quien tiene su privanza
Aunque es un infame hebreo,

Y muy tarde retiróse,
Sin más acompañaniento
Que un moro, su favorito,
Hombre bajo, por supuesto.

Entró en el tranquilo Alcázar,
Llegó al vestíbulo excelso,
Y en él paróse un instante
La vista en torno moviendo.

Una lámpara pendiente
Del artesonado techo
En derredor derramaba
Ya sombras, y ya reflejos.

Entre las tersas columnas
Dos hombres de armas, dos negros
Bultos paseaban solos,
Vigilantes y en silencio;

Y en tierra aun tendido estaba,
De un lago de sangre en medio,
El maestre Don Fadrigue
En su roto manto envuelto.

Se acercó el Rey, contemplóle
Con atención un momento,
Y notando que no estaba
Del todo su hermano muerto,

Pues aun respiraba acaso
Palpitante el hondo pecho,
Le dió con. el pie un empuje
Que hizo estremecer el cuerpo;

Desnudó la aguda daga,
Al moro la dió, diciendo:
«Acábalo», y, sosegado,
Subió y entregóse al sueño.


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