Poema Las ventanas se han estremecido... de César Vallejo

Las ventanas se han estremecido...

de César Vallejo

Las ventanas se han estremecido, elaborando una metafísica deluniverso. Vidrios han caído. Un enfermo lanza su queja: la mitadpor su boca lenguada y sobrante, y toda entera, por el ano de suespalda.
Es el huracán. Un castaño del jardín de lasTullerías habráse abatido, al soplo del viento, que mideochenta metros por segundo. Capiteles de los barrios antiguos,habrán caído, hendiendo, matando.
¿De qué punto interrogo, oyendo a ambas riberas de losocéanos, de qué punto viene este huracán, tandigno de crédito, tan honrado de deuda derecho a las ventanasdel hospital? Ay las direcciones inmutables, que oscilan entre elhuracán y esta pena directa de toser o defecar! Ay! lasdirecciones inmutables, que así prenden muerte en lasentrañas del hospital y despiertan células clandestinas adeshora, en los cadáveres.
¿Qué pensaría de si el enfermo de enfrente,ése que está durmiendo, si hubiera percibido elhuracán? El pobre duerme, boca arriba, a la cabeza de sumorfina, a los pies de toda su cordura. Un adarme más o menos enla dosis y le llevarán a enterrar, el vientre roto, la bocaarriba, sordo el huracán, sordo a su vientre roto, ante el cualsuelen los médicos dialogar y cavilar largamente, para, al fin,pronunciar sus llanas palabras de hombres.
La familia rodea al enfermo agrupándose ante sus sienesregresivas, indefensas, sudorosas. Ya no existe hogar sino en torno alvelador del pariente enfermo, donde montan guardia impaciente, suszapatos vacantes, sus cruces de repuesto, sus píldoras de opio.La familia rodea la mesita por espacio de un alto dividendo. Una mujeracomoda en el borde de la mesa, la taza, que casi se ha caído.
Ignoro lo que será del enfermo esta mujer, que le besa y nopuede sanarle con el beso, le mira y no puede sanarle con los ojos, lehabla y no puede sanarle con el verbo. ¿Es su madre? ¿Ycómo, pues, no puede sanarle? ¿Es su amada? ¿Ycómo, pues, no puede sanarle? ¿Es su hermana? Y¿cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es, simplemente,una mujer? ¿Y cómo pues, no puede sanarle? Porque estamujer le ha besado, le ha mirado, le ha hablado y hasta le ha cubiertomejor el cuello al enfermo y ¡cosa verdaderamente asombrosa! nole ha sanado.
El paciente contempla su calzado vacante. Traen queso. Llevan sierra.La muerte se acuesta al pie del lecho, a dormir en sus tranquilas aguasy se duerme. Entonces, los libres pies del hombre enfermo, sinmenudencias ni pormenores innecesarios, se estiran en acentocircunflejo, y se alejan, en una extensión de dos cuerpos denovios, del corazón.
El cirujano ausculta a los enfermos horas enteras. Hasta donde susmanos cesan de trabajar y empiezan a jugar, las lleva a tientas,rozando la piel de los pacientes, en tanto sus párpadoscientíficos vibran, tocados por la indocta, por la humanaflaqueza del amor. Y he visto a esos enfermos morir precisamente delamor desdoblado del cirujano, de los largos diagnósticos, de lasdosis exactas, del riguroso análisis de orinas y excrementos. Serodeaba de improviso un lecho con un biombo. Médicos yenfermeros cruzaban delante del ausente, pizarra triste ypróxima, que un niño llenara de números, en ungran monismo de pálidos miles. Cruzaban así, mirando alos otros, como si más irreparable fuese morir de apendicitis oneumonía, y no morir al sesgo del paso de los hombres.
Sirviendo a la causa de la religión, vuela con éxito estamosca, a lo largo de la sala. A la hora de la visita de los cirujanos,sus zumbidos nos perdonan el pecho, ciertamente, perodesarrollándose luego, se adueñan del aire, para saludarcon genio de mudanza, a los que van a morir. Unos enfermos oyen a esamosca hasta durante el dolor y de ellos depende, por eso, el linaje deldisparo, en las noches tremebundas.
¿Cuánto tiempo ha durado la anestesia, que llaman loshombres? ¡Ciencia de Dios, Teodicea! si se me echa a vivir entales condiciones, anestesiado totalmente, volteada mi sensibilidadpara adentro! ¡Ah doctores de las sales, hombres de las esencias,prójimos de las bases! Pido se me deje con mi tumor deconciencia, con mi irritada lepra sensitiva, ocurra lo que ocurraaunque me muera! Dejadme dolerme, si lo queréis, mas dejadmedespierto de sueño, con todo el universo metido, aunque fuese alas malas, en mi temperatura polvorosa.
En el mundo de la salud perfecta, se reirá por esta perspectivaen que padezco; pero, en el mismo plano y cortando la baraja del juego,percute aquí otra risa de contrapunto.
En la casa del dolor, la queja asalta síncopes de grancompositor, golletes de carácter, que nos hacen cosquillas deverdad, atroces, arduas, y, cumpliendo lo prometido, nos hielan deespantosa incertidumbre.
En la casa del dolor, la queja arranca frontera excesiva. No sereconoce en esta queja de dolor, a la propia queja de la dicha enéxtasis, cuando el amor y la carne se eximen de azor y cuando,al regresar, hay discordia bastante para el diálogo.
¿Dónde está, pues, el otro flanco de esta queja dedolor, si, a estimarla en conjunto, parte ahora del lecho de un hombre?De la casa del dolor parten quejas tan sordas e inefables y tancolmadas de tanta plenitud que llorar por ellas sería poco, ysería ya mucho sonreír.
Se atumulta la sangre en el termómetro.
¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y sien la muerte nada es posible, sino sobre lo que se deja en la vida!¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y sien la muerte nada es posible, sino sobre lo que se deja en la vida!¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y sien la muerte nada es posible, sino sobre lo que pudo dejarse en la vida!


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