Poemas de Rafael Obligado

Rafael-Obligado
Nombre: Rafael Obligado
Nacimiento: Buenos Aires 27 de enero de 1851
Muerte: Mendoza 8 de marzo de 1920
Nacionalidad: Argentina
Biografía de Rafael Obligado

Poemas de Rafael Obligado



Poesías de Rafael Obligado preferidas de nuestros lectores


  • Echevarría


  • I

    Era esa pampa
    dilatada y sola,
    sin otra vida que la vida aquella
    que hace rodar la ola
    y girar en los cielos una estrella;
    Sin más palabra, que la voz vibrante
    del buitre carnicero,
    el alarido de la tribu errante,
    y el soplo del pampero.

    Faltaba el alma a la extensión vacía
    a los vientos del llano,
    un rumor cadencioso, una armonía
    que sólo brota el corazón humano.

    Su lumbre derramaba
    El sol, siguiendo su fatal camino;
    La luna, su destello soñoliento;
    pero al cielo faltaba
    un astro, el astro del amor divino,
    y a la tierra el fulgor del pensamiento.

    Sentir, pensar... Suprema, única vida;
    para la sed del alma, ¡única fuente!
    Sobre la tierra, que a vivir convida,
    ¿Bastarnos puede, acaso,
    un astro que se eleva del oriente
    y se oculta en silencio en el ocaso?

    Nada dice al espíritu
    la noche taciturna,
    encorvando su bóveda sombría
    como una inmensa urna
    sobre la tierra desmayada y fría,
    si en la sombra lejana
    de sus antros sin nombre,
    no destella la mente soberana
    y no palpita el corazón del hombre.

    El vuelo de las aves,
    de la laguna el musical ruido,
    las mil voces suaves
    que el viento imprime al pajonal dormido
    ¡Ah! ¡Todo ese concierto
    en vano resonaba,
    porque allá, sin un eco, se apagaba
    en los profundos senos del desierto!

    II

    Llegó por fin el memorable día
    en que la Patria despertó a los sones
    de mágica armonía;
    en que todos sus himnos se juntaron
    y súbito estallaron
    en la lira inmortal de Echeverría.

    Como surgiendo de silente abismo,
    el mundo americano
    alborozado se escuchó a sí mismo
    el Plata oyó su trueno;
    la Pampa, sus rumores;
    y el vergel tucumano,
    prestando oído a su agitado seno,
    sobre el poeta derramó sus flores.

    Desde la hierba humilde,
    hasta el ombú de copa gigantea;
    desde el ave rastrera que no alcanza
    de los cielos la altura,
    hasta el chajá que allí se balancea
    y, a cada nube oscura,
    a grito herido sus alertas lanza;
    todo tiene un acento
    en su estrofa divina,
    pues no hay soplo, latido, movimiento,
    que no traiga a sus versos el aliento
    de la tierra argentina.

    III

    Una tarde sintió dentro del pecho
    esa fuerza expansiva
    que hace parezca el horizonte estrecho
    de la ciudad nativa;
    y tendido en el lomo rozagante
    del potro pampeano,
    campos y campos devoró anhelante
    y allá en la sombra se perdió del llano.

    La noche era tranquila;
    en la faz del desierto
    clavaban las estrellas la pupila,
    con esa mezcla de ansiedad y pena
    con que miramos en la tierra a un muerto.

    ¿Qué hablaron al poeta
    esos murmullos de la noche en calma,
    del carrizal nacidos,
    que cantan al pasar en los oídos
    y lloran en el alma?
    ¿Qué historia la contaron?
    ¿Qué dolorosa y fúnebre quimera,
    que sus ojos en llanto se empañaron
    y detuvo del potro la carrera?

    ¡Era que oyó el gemido
    de un pecho desgarrado,
    un grito por tres siglos repetido
    y de nadie escuchado
    ¡Era que de su lira generosa
    cayó en la cuerda viva,
    como gota de lluvia, luminosa,
    la lágrima infeliz de la cautiva!

    IV

    En vano entre sus toldos el salvaje
    esclavizó a María:
    En sus sueños geniales el poeta,
    en el distante aduar, la presentía.
    Para él nació; para su gloria fueron
    aquellas formas armoniosas, bellas;
    esos ojos que lágrimas vertieron
    hasta empaparle el corazón con ellas.

    El reflejo en su espíritu doliente
    su historia sin ventura;
    él la siguió, como paterna sombra,
    por la vasta llanura;
    él hizo que las gotas de su llanto
    en las almas sensibles se volcaran,
    y los ojos enjutos
    de todo un pueblo a humedecer llegaran.

    Rosa temprana en un erial caída,
    él recogió sus hojas una a una.
    Entregadas ¡oh Dios! Por la fortuna
    a todas las tormentas de la vida;
    y en las cadencias de su verso alado,
    dulce, insinuante, musical, sereno,
    vino y vertió su aroma delicado
    de nuestra patria en el materno seno.

    Desde entonces hay cantos de ternura,
    rumor de besos en la Pampa inmensa
    hay un alma que piensa,
    una fibra que late a cada paso;
    y derrama su lumbre perdurable
    el astro hermoso que la vida encierra,
    el astro del amor, puro, inefable,
    que no rueda al ocaso,
    que no empañan tormentas de la tierra.

    V

    ¡República Argentina, madre mía!
    ¡Felices ¡ah!, los que tu sien miraron
    de frescos lauros coronarse un día!
    ¡Los que tu suelo estéril fecundaron
    con sangre de sus venas,
    y anillo por anillo, las cadenas
    de la oprobiosa esclavitud trozaron!

    Para aquellos heroicos corazones
    era música grata,
    del Pacífico al Plata,
    el solemne tronar de tus cañones.
    Sólo a ellos fue dado
    contemplar esa mágica belleza
    con que, rotas las brumas del pasado,
    se levantó tu juvenil cabeza;
    sólo a ellos, beber en el reguero
    de viva luz, que derramó en tu frente,
    de Moreno, la mente,
    de San Martín el inflexible acero.

    ¡Con qué íntimo gozo,
    tus hijos, fuertes en su amor profundo,
    te colocaron en excelso asiento
    para mostrarte independiente al mundo,
    independiente y libre...
    libre no, que era esclavo el pensamiento!

    El filo de la espada
    cortar puede los lazos
    que a un pueblo oprimen de otro pueblo en brazos;
    mas aquellos que inerte
    el alma dejan a merced extraña,
    que hasta el rayo de sol en que se baña
    le dan quebrado por ajeno prisma,
    como el diamante con su propio polvo.
    Sólo se cortan con el alma misma.

    Y Echeverría los cortó. Su mente
    hirió como una espada,
    de resplandores acerados llena,
    las viejas ligaduras
    que la conciencia de la Patria, atada
    tuvieron ¡ay, a la conciencia ajena!

    ¡Y fue la libertad! ¡Y el pensamiento
    tomó las alas del nativo cóndor
    para escalar audaz el firmamento;
    para arrojar de la región del rayo,
    en páginas de fuego,
    el Dogma excelso que, inspirado en Mayo,
    fue norma y guía de la Patria luego!

    VI

    Profundas melodías
    vagaban en la atmósfera serena,
    como el fúnebre acento de la quena
    que sollozaba en los antiguos días
    dulces cantos de amor, que eran al alma
    claridad y rocío:
    El triste desengaño, el negro hastío,
    La esperanza risueña...
    ¡Ah! ¡Todo ese universo
    revivió en los Consuelos, y su verso
    se apoderó de la mujer porteña!

    Él las dijo al oído
    tantos sueños de amor, que el alma encienden;
    tanto vago secreto,
    de esos que ellas aprenden
    como las aves a construir su nido,
    que aún su nombre es amado
    como un recuerdo de amorosa historia,
    cuya doliente evocación consuela;
    y aún llevan, en ofrenda a su memoria,
    ornando sus hechizos,
    la cándida diamela
    que él, con sus manos, enlazó a sus rizos.

    VII

    Llegó el tiempo fatal, llegó la hora
    en que de nubes se cubrió y de duelo
    la faz tranquila del hermoso cielo
    que vio de Mayo la primera aurora.
    Como fiera traidora
    que avanza oculta en tempestad sombría,
    la libertad rasgando y el derecho,
    la garra de la infame tiranía
    ¡De Buenos Aires se clavó en el pecho!...

    ¡Adiós, sueños de amor! ¡Adiós hermosas
    que a la sien del poeta
    ofrenda hicisteis de tejidas rosas!
    Él todavía, la mirada inquieta
    vuelve a vosotras, de la nave ingrata
    que lo lleva al destierro y a la muerte
    sobre las olas del airado Plata.

    ¡Se ausentó para siempre! Solitario
    quedó... su corazón, pues no cabía
    en su íntimo santuario,
    otro amor que su patria, ni otro cielo
    que aquel sublime y grande,
    que se dilata del platino estuario,
    en arco inmenso, hasta la sien del Ande.

    Brotó de su alma, en su postrera noche,
    una lágrima ardiente,
    de bendición para la patria ausente
    para el tirano, de viril reproche;
    y herido al fin por la implacable saña
    del destino, se hundió como los astros,
    dejando en torno luminosos rastros,
    ¡en el sepulcro de la tierra extraña!

    ¡Oh injusticia! ¡oh dolor!... Patria de Mayo,
    ¿dónde están del poeta los despojos?
    ¿Brilla en su tumba de tu sol el rayo?
    La misma luz que acarició sus ojos?
    ¿Duerme, madre, en tu seno
    el hijo tuyo, el corazón valiente,
    el que ni en llanto humedeció ni en sangre
    el vivo lauro que ciñó a tu frente?

    ¡No, que el cantor de la llanura, yace
    de su pueblo olvidado!...
    Ayer no más, trayendo las cenizas
    del héroe invicto, del primer soldado,
    llena de pompa y luz y movimiento,
    rozando aquella tumba solitaria
    pasó la nave; y su estertor profundo,
    hizo temblar la copa funeraria
    de los cipreses, en dolientes coros,
    al huir gallarda a la natal ribera,
    ¡revolviendo los hélices sonoros
    y suelta al aire la triunfal bandera!

    ¡Quedó esa tumba abandonada!... Empero,
    ¡él fue también libertador; guerrero
    de la lucha más noble! -La Cautiva,
    que el sentimiento nacional exalta
    y su estandarte victorioso ondea,
    es como Maipo y Ayacucho y Salta,
    ¡el triunfo de una idea!

    ¡Poetas! ¡De la Patria es nuestra lira,
    la inspiración sagrada
    que en sed de gloria, al ideal aspira!
    Y si queremos de los hijos nuestros
    tan sólo una mirada,
    no de frío desdén, do noble orgullo,
    venid, y entrelazadas nuestras manos,
    ¡sigamos esa estrella, que nos guía!
    ¡Lancémonos nosotros, sus hermanos,
    por la senda inmortal de Echeverría!
    Buenos Aires,


  • La flor del seíbo


  • Tu "Flor de la caña",
    ¡Oh Plácido amigo!
    No tuvo unos ojos
    Más negros y lindos,

    Que cierta morocha
    Del suelo argentino
    Llamada... Su nombre,
    Jamás lo he sabido;

    Mas tiene unos labios
    De un rojo tan vivo,
    Difúndese de ella
    Tal fuego escondido,

    Que aquí en la comarca,
    La dan los vecinos
    Por único nombre,
    "La Flor de Seíbo."

    Un día - una tarde
    Serena de estío -
    Pasó por la puerta
    Del rancho que habito.

    Vestía una falda
    Ligera de lino;
    Cubríala el seno,
    Velando el corpiño,

    Un chal tucumano
    De mallas tejido;
    Y el negro cabello,
    Sin moños ni rizos,

    Cayendo abundoso,
    Brillaba ceñido
    Con una guirnalda
    De flor de seíbo.

    Miréla, y sus ojos
    Buscaron los míos...
    Tal vez un secreto
    Los dos nos dijimos.

    Porque ella, turbada,
    Quizá por descuido,
    Su blanco pañuelo
    Perdió en el camino.

    Corrí a levantarlo,
    Y al tiempo de asirlo,
    El alma inundóme
    Su olor a tomillo.

    Al dárselo, "Gracias,
    Mil gracias!" - me dijo,
    Poniéndose roja
    Cual flor de seíbo.

    Ignoro si entonces
    Pequé de atrevido,
    Pero ello es lo cierto
    Que juntos seguimos

    La senda, cubierta
    De sauces dormidos;
    Y mientras sus ojos,
    Modestos y esquivos,

    Fijaba en sus breves
    Zapatos pulidos,
    Con moños de raso
    Color de jacinto,

    Mi amor de poeta
    La dije al oído:
    ¡Mi amor, más hermoso
    Que flor de seíbo!

    La frente inclinada
    Y el paso furtivo,
    Guardó aquel silencio
    Que vale un suspiro.

    Mas, viendo en la arena
    La sombra de un nido
    Que al soplo temblaba
    Del aire tranquilo,

    - "Allí se columpian
    Dos aves", me dijo:
    "Dos aves que se aman
    Y juntas he visto

    Bebiendo las gotas
    De fresco rocío
    Que absorbe en la noche
    La flor del seíbo".

    Oyendo embriagado
    Su acento divino,
    También, como ella,
    Quedé pensativo.

    Mas, como en un claro
    Del bosque sombrío
    Se alzara, ya cerca,
    Su hogar campesino,

    Detuvo sus pasos,
    Y llena de hechizos,
    En pago y en prenda
    De nuestro cariño,

    Hurtando a las sienes
    Su adorno sencillo,
    Me dio, sonrojada,
    La flor del seíbo.