
Nombre: Rafael ObligadoNacimiento: Buenos Aires 27 de enero de 1851Muerte: Mendoza 8 de marzo de 1920Nacionalidad: ArgentinaBiografía de Rafael Obligado
Poemas de Rafael Obligado
Poesías de Rafael Obligado preferidas de nuestros lectores
El hogar paterno
Echevarría
A mis hermanas
¡Oh! ¡Mis islas amadas, dulce asilo
de mi primera edad!
¡Añosos algarrobos, viejos talas
donde el boyero me enseñó a cantar
¿Por qué os dejé, para encerrar mi vida
en la estrecha ciudad;
para arrojar mi corazón de niño
de las pasiones en el turbio mar?...
Como un cisne posado en las riberas
del ancho Paraná,
así, blanco y risueño, se divisa
a la distancia mi paterno hogar.
En los vastos y abiertos corredores
que grata sombra dan;
en el cuadro de antiguos paraísos
que, destrozados, no florecen ya;
En las barrancas que hacia el puerto ondulan
y avanzan al canal,
do vela el sueño de gloriosos muertos
la solitaria cruz de ñandubay;
En la hondonada que perfuma el molle
y engalana el chañar;
en el arroyo que las toscas baña;
en ese campo que se extiende allá...
Allí está mi pasado, de mi vida
la inocencia y la paz;
allí mi madre me acaricia, niño,
y mis hermanas en redor están.
No bien despunta el sol en el oriente,
tierno beso nos da;
de rodillas, oramos; y, en seguida,
¡puerta franca... la luz, la libertad!
Como bandada de enjaulados pájaros,
por aquí, por allá,
al campo el uno, a la barranca el otro,
nos echábamos todos a volar.
-«Cuidado con los nidos», nos decía
mi madre en el umbral;
pero digan horneros y zorzales
si les valió la maternal piedad.
Lejos ya de su vista, a un algarrobo
trepaba el más audaz,
y con los ojos de mil ansias llenos,
esperaban en grupo los demás.
En el horno de barro, construido
para vivir y amar,
introducía sus rosados dedos
el pequeño aprendiz de gavilán;
Y, del pico o el ala destrozada,
¡Nunca vista crueldad!
Asiendo los polluelos, uno a uno
los arrojaba con desdén triunfal.
Y era entonces de ver el alboroto
y el bullicioso afán,
de aquel enjambre de inocentes niños
que así destruía un inocente hogar.
Otras veces, del río en la corriente,
al cárdeno fulgor
que desde el fondo de la Pampa envía,
en sesgo rayo, el moribundo sol;
En agitado, en revoltoso grupo,
y alegre confusión,
los juncales rozando de la orilla,
con mis hermanas navegaba yo.
Una, los brazos en el agua hundiendo,
tendíase a estribor,
y sonreía a la rizada espuma
que la canoa abandonaba en pos.
Otra, imprudente, a la inclinada borda
lanzándose veloz,
entre sus manos victoriosa alzaba
del camalote la celeste flor.
Esta, la caña de pescar volvía,
enviando en derredor
menudas gotas que al caer brillaban
en los cabellos de las otras dos.
Batiendo luego las rosadas palmas,
reía, porque vio
medrosa hundirse en la corriente un ave
al desusado y repentino son.
Pero si alguna, al levantar los ojos,
mostraba el mirador,
donde mi madre a vigilarnos iba,
gritaban todas a la vez: «¡adiós!»
¡Oh dulces años! Por entonces era
nuestro goce mayor,
hurtar las flores que en las islas abren,
y de sus aves escuchar la voz.
Las pasionarias, las achiras de oro,
y el seíbo punzó,
eran ofrendas que mi madre amaba
porque a sus hijos se las daba Dios.
¡Ingrato, ingrato si el recuerdo suyo
arranco al corazón,
si yendo en pos del oropel mundano
el hombre olvida lo que el niño amó!
¡Oh! ¡Mis islas amadas, dulce asilo
de mi primera edad!
¡Añosos algarrobos, viejos talas
donde el boyero me enseñó a cantar
¿Por qué os dejé, para encerrar mi vida
en la estrecha ciudad;
para arrojar mi corazón de niño
de las pasiones en el turbio mar?...
Como un cisne posado en las riberas
del ancho Paraná,
así, blanco y risueño, se divisa
a la distancia mi paterno hogar.
En los vastos y abiertos corredores
que grata sombra dan;
en el cuadro de antiguos paraísos
que, destrozados, no florecen ya;
En las barrancas que hacia el puerto ondulan
y avanzan al canal,
do vela el sueño de gloriosos muertos
la solitaria cruz de ñandubay;
En la hondonada que perfuma el molle
y engalana el chañar;
en el arroyo que las toscas baña;
en ese campo que se extiende allá...
Allí está mi pasado, de mi vida
la inocencia y la paz;
allí mi madre me acaricia, niño,
y mis hermanas en redor están.
No bien despunta el sol en el oriente,
tierno beso nos da;
de rodillas, oramos; y, en seguida,
¡puerta franca... la luz, la libertad!
Como bandada de enjaulados pájaros,
por aquí, por allá,
al campo el uno, a la barranca el otro,
nos echábamos todos a volar.
-«Cuidado con los nidos», nos decía
mi madre en el umbral;
pero digan horneros y zorzales
si les valió la maternal piedad.
Lejos ya de su vista, a un algarrobo
trepaba el más audaz,
y con los ojos de mil ansias llenos,
esperaban en grupo los demás.
En el horno de barro, construido
para vivir y amar,
introducía sus rosados dedos
el pequeño aprendiz de gavilán;
Y, del pico o el ala destrozada,
¡Nunca vista crueldad!
Asiendo los polluelos, uno a uno
los arrojaba con desdén triunfal.
Y era entonces de ver el alboroto
y el bullicioso afán,
de aquel enjambre de inocentes niños
que así destruía un inocente hogar.
Otras veces, del río en la corriente,
al cárdeno fulgor
que desde el fondo de la Pampa envía,
en sesgo rayo, el moribundo sol;
En agitado, en revoltoso grupo,
y alegre confusión,
los juncales rozando de la orilla,
con mis hermanas navegaba yo.
Una, los brazos en el agua hundiendo,
tendíase a estribor,
y sonreía a la rizada espuma
que la canoa abandonaba en pos.
Otra, imprudente, a la inclinada borda
lanzándose veloz,
entre sus manos victoriosa alzaba
del camalote la celeste flor.
Esta, la caña de pescar volvía,
enviando en derredor
menudas gotas que al caer brillaban
en los cabellos de las otras dos.
Batiendo luego las rosadas palmas,
reía, porque vio
medrosa hundirse en la corriente un ave
al desusado y repentino son.
Pero si alguna, al levantar los ojos,
mostraba el mirador,
donde mi madre a vigilarnos iba,
gritaban todas a la vez: «¡adiós!»
¡Oh dulces años! Por entonces era
nuestro goce mayor,
hurtar las flores que en las islas abren,
y de sus aves escuchar la voz.
Las pasionarias, las achiras de oro,
y el seíbo punzó,
eran ofrendas que mi madre amaba
porque a sus hijos se las daba Dios.
¡Ingrato, ingrato si el recuerdo suyo
arranco al corazón,
si yendo en pos del oropel mundano
el hombre olvida lo que el niño amó!
I
Era esa pampa
dilatada y sola,
sin otra vida que la vida aquella
que hace rodar la ola
y girar en los cielos una estrella;
Sin más palabra, que la voz vibrante
del buitre carnicero,
el alarido de la tribu errante,
y el soplo del pampero.
Faltaba el alma a la extensión vacía
a los vientos del llano,
un rumor cadencioso, una armonía
que sólo brota el corazón humano.
Su lumbre derramaba
El sol, siguiendo su fatal camino;
La luna, su destello soñoliento;
pero al cielo faltaba
un astro, el astro del amor divino,
y a la tierra el fulgor del pensamiento.
Sentir, pensar... Suprema, única vida;
para la sed del alma, ¡única fuente!
Sobre la tierra, que a vivir convida,
¿Bastarnos puede, acaso,
un astro que se eleva del oriente
y se oculta en silencio en el ocaso?
Nada dice al espíritu
la noche taciturna,
encorvando su bóveda sombría
como una inmensa urna
sobre la tierra desmayada y fría,
si en la sombra lejana
de sus antros sin nombre,
no destella la mente soberana
y no palpita el corazón del hombre.
El vuelo de las aves,
de la laguna el musical ruido,
las mil voces suaves
que el viento imprime al pajonal dormido
¡Ah! ¡Todo ese concierto
en vano resonaba,
porque allá, sin un eco, se apagaba
en los profundos senos del desierto!
II
Llegó por fin el memorable día
en que la Patria despertó a los sones
de mágica armonía;
en que todos sus himnos se juntaron
y súbito estallaron
en la lira inmortal de Echeverría.
Como surgiendo de silente abismo,
el mundo americano
alborozado se escuchó a sí mismo
el Plata oyó su trueno;
la Pampa, sus rumores;
y el vergel tucumano,
prestando oído a su agitado seno,
sobre el poeta derramó sus flores.
Desde la hierba humilde,
hasta el ombú de copa gigantea;
desde el ave rastrera que no alcanza
de los cielos la altura,
hasta el chajá que allí se balancea
y, a cada nube oscura,
a grito herido sus alertas lanza;
todo tiene un acento
en su estrofa divina,
pues no hay soplo, latido, movimiento,
que no traiga a sus versos el aliento
de la tierra argentina.
III
Una tarde sintió dentro del pecho
esa fuerza expansiva
que hace parezca el horizonte estrecho
de la ciudad nativa;
y tendido en el lomo rozagante
del potro pampeano,
campos y campos devoró anhelante
y allá en la sombra se perdió del llano.
La noche era tranquila;
en la faz del desierto
clavaban las estrellas la pupila,
con esa mezcla de ansiedad y pena
con que miramos en la tierra a un muerto.
¿Qué hablaron al poeta
esos murmullos de la noche en calma,
del carrizal nacidos,
que cantan al pasar en los oídos
y lloran en el alma?
¿Qué historia la contaron?
¿Qué dolorosa y fúnebre quimera,
que sus ojos en llanto se empañaron
y detuvo del potro la carrera?
¡Era que oyó el gemido
de un pecho desgarrado,
un grito por tres siglos repetido
y de nadie escuchado
¡Era que de su lira generosa
cayó en la cuerda viva,
como gota de lluvia, luminosa,
la lágrima infeliz de la cautiva!
IV
En vano entre sus toldos el salvaje
esclavizó a María:
En sus sueños geniales el poeta,
en el distante aduar, la presentía.
Para él nació; para su gloria fueron
aquellas formas armoniosas, bellas;
esos ojos que lágrimas vertieron
hasta empaparle el corazón con ellas.
El reflejo en su espíritu doliente
su historia sin ventura;
él la siguió, como paterna sombra,
por la vasta llanura;
él hizo que las gotas de su llanto
en las almas sensibles se volcaran,
y los ojos enjutos
de todo un pueblo a humedecer llegaran.
Rosa temprana en un erial caída,
él recogió sus hojas una a una.
Entregadas ¡oh Dios! Por la fortuna
a todas las tormentas de la vida;
y en las cadencias de su verso alado,
dulce, insinuante, musical, sereno,
vino y vertió su aroma delicado
de nuestra patria en el materno seno.
Desde entonces hay cantos de ternura,
rumor de besos en la Pampa inmensa
hay un alma que piensa,
una fibra que late a cada paso;
y derrama su lumbre perdurable
el astro hermoso que la vida encierra,
el astro del amor, puro, inefable,
que no rueda al ocaso,
que no empañan tormentas de la tierra.
V
¡República Argentina, madre mía!
¡Felices ¡ah!, los que tu sien miraron
de frescos lauros coronarse un día!
¡Los que tu suelo estéril fecundaron
con sangre de sus venas,
y anillo por anillo, las cadenas
de la oprobiosa esclavitud trozaron!
Para aquellos heroicos corazones
era música grata,
del Pacífico al Plata,
el solemne tronar de tus cañones.
Sólo a ellos fue dado
contemplar esa mágica belleza
con que, rotas las brumas del pasado,
se levantó tu juvenil cabeza;
sólo a ellos, beber en el reguero
de viva luz, que derramó en tu frente,
de Moreno, la mente,
de San Martín el inflexible acero.
¡Con qué íntimo gozo,
tus hijos, fuertes en su amor profundo,
te colocaron en excelso asiento
para mostrarte independiente al mundo,
independiente y libre...
libre no, que era esclavo el pensamiento!
El filo de la espada
cortar puede los lazos
que a un pueblo oprimen de otro pueblo en brazos;
mas aquellos que inerte
el alma dejan a merced extraña,
que hasta el rayo de sol en que se baña
le dan quebrado por ajeno prisma,
como el diamante con su propio polvo.
Sólo se cortan con el alma misma.
Y Echeverría los cortó. Su mente
hirió como una espada,
de resplandores acerados llena,
las viejas ligaduras
que la conciencia de la Patria, atada
tuvieron ¡ay, a la conciencia ajena!
¡Y fue la libertad! ¡Y el pensamiento
tomó las alas del nativo cóndor
para escalar audaz el firmamento;
para arrojar de la región del rayo,
en páginas de fuego,
el Dogma excelso que, inspirado en Mayo,
fue norma y guía de la Patria luego!
VI
Profundas melodías
vagaban en la atmósfera serena,
como el fúnebre acento de la quena
que sollozaba en los antiguos días
dulces cantos de amor, que eran al alma
claridad y rocío:
El triste desengaño, el negro hastío,
La esperanza risueña...
¡Ah! ¡Todo ese universo
revivió en los Consuelos, y su verso
se apoderó de la mujer porteña!
Él las dijo al oído
tantos sueños de amor, que el alma encienden;
tanto vago secreto,
de esos que ellas aprenden
como las aves a construir su nido,
que aún su nombre es amado
como un recuerdo de amorosa historia,
cuya doliente evocación consuela;
y aún llevan, en ofrenda a su memoria,
ornando sus hechizos,
la cándida diamela
que él, con sus manos, enlazó a sus rizos.
VII
Llegó el tiempo fatal, llegó la hora
en que de nubes se cubrió y de duelo
la faz tranquila del hermoso cielo
que vio de Mayo la primera aurora.
Como fiera traidora
que avanza oculta en tempestad sombría,
la libertad rasgando y el derecho,
la garra de la infame tiranía
¡De Buenos Aires se clavó en el pecho!...
¡Adiós, sueños de amor! ¡Adiós hermosas
que a la sien del poeta
ofrenda hicisteis de tejidas rosas!
Él todavía, la mirada inquieta
vuelve a vosotras, de la nave ingrata
que lo lleva al destierro y a la muerte
sobre las olas del airado Plata.
¡Se ausentó para siempre! Solitario
quedó... su corazón, pues no cabía
en su íntimo santuario,
otro amor que su patria, ni otro cielo
que aquel sublime y grande,
que se dilata del platino estuario,
en arco inmenso, hasta la sien del Ande.
Brotó de su alma, en su postrera noche,
una lágrima ardiente,
de bendición para la patria ausente
para el tirano, de viril reproche;
y herido al fin por la implacable saña
del destino, se hundió como los astros,
dejando en torno luminosos rastros,
¡en el sepulcro de la tierra extraña!
¡Oh injusticia! ¡oh dolor!... Patria de Mayo,
¿dónde están del poeta los despojos?
¿Brilla en su tumba de tu sol el rayo?
La misma luz que acarició sus ojos?
¿Duerme, madre, en tu seno
el hijo tuyo, el corazón valiente,
el que ni en llanto humedeció ni en sangre
el vivo lauro que ciñó a tu frente?
¡No, que el cantor de la llanura, yace
de su pueblo olvidado!...
Ayer no más, trayendo las cenizas
del héroe invicto, del primer soldado,
llena de pompa y luz y movimiento,
rozando aquella tumba solitaria
pasó la nave; y su estertor profundo,
hizo temblar la copa funeraria
de los cipreses, en dolientes coros,
al huir gallarda a la natal ribera,
¡revolviendo los hélices sonoros
y suelta al aire la triunfal bandera!
¡Quedó esa tumba abandonada!... Empero,
¡él fue también libertador; guerrero
de la lucha más noble! -La Cautiva,
que el sentimiento nacional exalta
y su estandarte victorioso ondea,
es como Maipo y Ayacucho y Salta,
¡el triunfo de una idea!
¡Poetas! ¡De la Patria es nuestra lira,
la inspiración sagrada
que en sed de gloria, al ideal aspira!
Y si queremos de los hijos nuestros
tan sólo una mirada,
no de frío desdén, do noble orgullo,
venid, y entrelazadas nuestras manos,
¡sigamos esa estrella, que nos guía!
¡Lancémonos nosotros, sus hermanos,
por la senda inmortal de Echeverría!
Buenos Aires,